Ayudemos al otro con sus limitaciones

"¿Nos comportamos con los que acuden a nosotros de la misma manera que como nos gusta que nos traten al pedir auxilio?"

Solemos vernos a nosotros mismos como personas abiertas y compasivas, pero ¿realmente lo somos? ¿Nos comportamos con los que acuden a nosotros de la misma manera que como nos gusta que nos traten al pedir auxilio? Si acaso las respuestas son negativas, tenemos acá una oportunidad para mejorar. No sólo por el bien del equipo, sino también por el nuestro.

Pensemos ahora por algunos segundos qué significa para la otra persona pedirnos una mano. Primero, implica un esfuerzo personal para admitirnos su vulnerabilidad. Y segundo, supone reconocer en nosotros un conocimiento que le permite suplir sus puntos débiles. Teniendo en mente esto, ¿cuál será la mejor actitud para con esa persona? Si elegimos rechazarla o desentendernos de la situación, puede que nos termine saliendo caro. Por ganar unos minutos que probablemente después perdamos en alguna red social, dejamos pasar la oportunidad de construir un vínculo y de solidificarnos en el imaginario colectivo como el “especialista” en el tema en cuestión. Todavía peor va a resultar si repetimos este modus operandi una y otra vez hasta quedar relegado de la dinámica social en la que tanto foco proponemos hacer.

Pertenecer a una red no se limita a acudir a ella sólo cuando la necesitamos. Somos tan constructores como beneficiarios de la red de la que formamos parte. De igual manera en que dependemos del apoyo de los que nos rodean, ellos también cuentan con nosotros.

Más allá de las limitaciones o debilidades que tengamos, es este el momento para enfocarnos en nuestras cualidades, en aquellas aptitudes o fortalezas que nos hicieron llegar hasta donde hoy nos encontramos. Es a partir de ellas que vamos a poder serle útil a nuestra red y ayudar a los que nos rodean.

Pero, ¿por qué hacemos tanto hincapié en la ayuda? Una de las principales razones es porque ayudar hace bien. No lo decimos sólo nosotros. Se repite constantemente en ámbitos que van desde la ciencia hasta la religión. Podemos incluso debatir quién se beneficia más con la ayuda, si el que la da o aquel que la recibe. ¿Quién no sintió alguna vez esa sensación de bienestar y hasta de felicidad después de prestarle una mano a alguien conocido? La Neurociencia nos explica que esto se debe principalmente a la inhibición de una región del cerebro vinculada a dar respuestas al miedo y al estrés y por la liberación de neurotransmisores que nos hacen sentir felices, relajados y tranquilos. En otras palabras, es posible afirmar que ayudar está íntimamente relacionado con nuestra felicidad.

Sin embargo, ciegos a este beneficio, en muchos casos esperamos que sean los otros quienes actúen primero de forma positiva. Pensamos también a veces que cuando le hacemos un favor a alguien firmamos una especie de contrato social que obliga al otro a devolvernos el favor. Acostumbrados a mirar el inmediato, frecuentemente nos olvidamos de lo que puede pasar en el largo plazo si somos nosotros los que decidimos tomar la iniciativa. Esa iniciativa que con tiempo y espacio, es capaz de crear posibilidades que ni siquiera imaginamos.

Dicho esto, ¿por qué entonces nos cuesta tanto ponerlo en práctica? Una de las razones que se nos ocurre es la de pensar que como nosotros pudimos solos, el otro también debería poder. Que ayudándolo no hacemos otra cosa que perjudicar su autodesarrollo. Verlo de esta manera nos hace creer que somos capaces de alcanzar la autosuficiencia aislados de nuestro entorno, sacándole valor a todo lo que se hizo por nosotros. Estamos de acuerdo de que el esfuerzo y el trabajo duro son fundamentales para lograr prácticamente cualquier cosa pero no hay que ignorar el enorme efecto que tiene el entorno en nuestros resultados. 

Otra razón que se nos viene a la mente es la de decidir consciente y deliberadamente no ayudar, creyendo que la persona o su consulta no valen la pena o no se merecen nuestro tiempo. Pero, ¿quién nos dio la autoridad para emitir ese juicio? Sólo basta con ponerse en los zapatos del otro y entender que por algo acudió a nosotros.

Es eso a lo que llamamos empatía: poder sentir lo que al otro le pasa. Esa empatía que distingue a los nuevos líderes. A aquellos que logran dejar su ego de lado y comprenden que quien tienen enfrente es una persona que comparte su naturaleza humana pero que es diferente en cuanto a sus limitaciones e inseguridades. No vemos otro modo para  tratar a alguien que deja expuesta su vulnerabilidad e ignorancia más que con sincero respeto y atención. Recurrimos nuevamente a la sinceridad ya que es a partir de ella desde donde empezamos a construir la empatía.

La capacidad del líder de ponerse en el lugar del otro es lo que le permite a su vez motivarlo y potenciarlo, poniéndose al servicio de él o ella y nunca al revés. Lamentablemente, cuando vamos creciendo en una organización podemos olvidarlo y pensar que disponemos de la gente para nuestro provecho y que cuando acuden a nosotros nos generan una molestia. Lo que pretendemos es huir de esta interpretación errónea y plantear el pedido de ayuda como la acción en la que alguien se muestra expuesto en búsqueda de apoyo y cercanía, similar a cuando un perro se recuesta con el pecho descubierto como signo de confianza y fraternidad. Por suerte los humanos evolucionamos y logramos comunicarnos de una forma más sutil pero no pensemos que el pedido de ayuda de un colega está muy lejos de ese gesto primitivo. No le demos la espalda.